Duelo: Capítulo VI - El lenguaje de los hombres

El lenguaje de los hombres resulta más difícil para el guerrero que cualquier batalla que haya enfrentado antes; una habilidad que había olvidado entrenar lo toma por sorpresa.

Reyin

9/29/20252 min read

El guerrero descendió del monte con un atado de pieles secas, resultado de sus primeras cacerías. Había pasado hambre suficiente para entender que el bosque le daría lo necesario, pero solo a cuentagotas; si quería avanzar, tendría que buscar el apoyo de otros hombres.

Tras un largo camino, encontró un mercado en un claro protegido por empalizadas. Oía gritos de pregoneros, risas de niños, el tintineo de las monedas. El bullicio lo detuvo antes de la entrada, como si se tratara de un muro invisible. No recordaba cuándo había sido la última vez que cruzó un lugar así.

Respiró hondo, ajustó la capa y entró.

Los ojos lo siguieron apenas; no era raro ver forasteros, pero su porte, endurecido por las armas, lo hacía resaltar. Se acercó a un puesto de cereales. Quiso hablar, pero la lengua se le anudó. El mercader lo miraba interesado, esperando palabras, pero el guerrero solo levantó la mano mostrando sus pieles, como si ese gesto bastara para darse a entender.

—Bien, ¿y esto cuánto vale? —preguntó el mercader con desdén.

El guerrero dudó. No sabía el precio, no sabía las medidas. Su mundo había sido acero, disciplina y muros, no comercio.

—Pues… sirve para abrigar —murmuró.

El mercader soltó una leve risa.

—Aquí todos sabemos eso. ¿Cuánto quieres por ellas?

El guerrero se quedó sin respuesta, recordando lecciones antiguas sobre cómo tratar con aliados, cómo negociar con diplomacia… pero esas palabras se habían perdido como polvo. Dejó la piel en la mesa y se retiró torpemente, como un niño regañado.

Siguió caminando por el mercado, observó a los otros: cómo ofrecían con voz firme, cómo reían para sellar tratos, cómo se estrechaban las manos con confianza. Todo aquello le parecía más difícil que blandir una espada.

Esa noche durmió a las afueras del poblado, sintiendo que la soledad era más fuerte entre la multitud que en la montaña. El murmullo de las conversaciones, las hogueras rodeadas de gente, los olores a pan recién hecho lo rodeaban, pero él permanecía aparte, incapaz de dar un paso hacia dentro.

Al amanecer, decidió intentarlo de nuevo.

Regresó al mercado, esta vez dispuesto a hablar aunque la voz le temblara. Escogió al mismo mercader, puso la piel en la mesa y dijo con lentitud:

—Quiero pan. Y sal.

El mercader arqueó una ceja, pero esta vez no se rio. Tomó la piel, midió su grosor con los dedos y le entregó una hogaza y un puñado de sal envuelto en un trapo. El trato fue tosco, sin cordialidad, pero fue un trato.

El guerrero salió del mercado con el pan en la mano. Lo mordió sin hambre, solo para sentir el sabor de su pequeña victoria.

Mientras caminaba, comprendió que había olvidado no solo la destreza de la espada, sino también el arte más simple: el lenguaje de los hombres. Y supo que, si quería sobrevivir en este nuevo mundo, tendría que aprenderlo como quien aprende de nuevo a empuñar un arma.